lunes, 15 de junio de 2015

Cámbiame


“El espectador está fascinado por el espectáculo fatal que tiene lugar sobre el mar sólo porque se encuentra en tierra firme, cuanto más seguro está el espectador y más grande es el peligro que contempla, más se interesa por el espectáculo. Esta es la clave de todos los secretos de la tragedia, la comedia y la epopeya”, Blumenberg, H., Naufragio con espectador.


Todo el que ha participado en algún tipo de competición en equipo ha podido sentir alguna vez la urgencia de ser sustituido. Por muy habilidoso que se sea, hay momentos en los que uno siente la necesidad de pedir el cambio o, mejor, de que se lo impongan. La razones son varias: no perjudicar al grupo, dar la oportunidad de que otro pueda rendir mejor, analizar desde fuera las dificultades, ganar distancia y objetividad, en defintiva, aprender a ser mejores. Generalmente nos encantaría mejorar sobre la marcha, pero ahí entra el otro factor imprescindible, necesitamos tiempo. Tiempo para ver y observar, tiempo para analizar y reflexionar, tiempo para comparar y cotejar, tiempo para modificar, rectificar, variar, reformar, innovar, transformar, tiempo para cambiar.
Hoy en día, desde muchos ámbitos se habla del cambio. Cuidado, esto en la sociedad contemporánea se llama moda y las modas también tienen ese factor intrínseco, otra vez el tiempo. En el primer caso, necesitamos dejar pasar ese tiempo que se dilata hasta límites insospechados en busca de la acción perfecta, en el segundo caso, la perfección temporal de la moda nos fagocita a tal velocidad que en ocasiones ni sabemos que dicha moda se ha dado. Pero lo más complicado es aprender a discernir cuando ambas cosas se mezclan en una homogeneidad prácticamente indisoluble.
Primera recomendación, lean el anterior artículo publicado en este blog y, siguiendo las instrucciones, detecten a los débiles. De nuevo tenemos que estar atentos, son muchos y en su debilidad radica su amenaza. En efecto, anteriormente explicábamos cómo y por qué llegaban a construirse de manera tan frágil, pero son sus actos los que les delatan.
Cuando parafraseamos al eterno Pablo Neruda dotando a la sonrisa de un poder de comunicación metafísico reconocemos con facilidad en los rostros la hipocresía enmascarada. Si conseguimos no falsear la sonrisa estamos construyendo una humanidad más sincera, si conseguimos que los que la simulan no traicionen ni defrauden, además, erigiremos una humanidad más fuerte.
La necesidad de múltiples herramientas para vigilar, controlar y normativizar desde la inflexibilidad suele darles seguridad donde no la hay, pero el vértigo, con esos métodos, nunca desaparece. Es el trabajo sincero y cooperativo el que dota de tranquilidad al individuo. Una tranquilidad que deriva del trabajo bien hecho, el trabajo que se cimenta desde el esfuerzo sin dotar a éste del halo místico del sacrificio.
¿Quieren descubrir definitivamente a los débiles? Son los ausentes. Los que no están porque huyen a toda costa, caiga quien caiga. Los que aparentan estar, por supuesto, pero que a la hora de la verdad, cuado hay que remar por el bien de la balsa y de los que la integramos prefieren poner en duda si remar en esa dirección es lo correcto. Tienen miedo de hundirse y el "ya te lo advertí" les sirve más que un nuevo fracaso en su expediente, porque en realidad creen que el barco se hundirá hagan lo que hagan.
A todos ellos y a todos lo que no lo hayan leído, les recomiendo Naufragio con espectador de Hans Blumenberg. Léanlo, entiendan el vértigo de los cobardes y acérquense con esa perspectiva a los naufrágios de Gericault, de Friedrich o del mismo Goya. Naufragios gestados en los albores de la contemporaneidad, naufragios que empezaron a mirarnos a los ojos y a analizar lo más profundo de nuestro ser. El horror que ahí se vislumbraba todavía estaba lejos de nuestra cruda actualidad en la que ejemplos diarios ocupan nuestras mentes saboteadas por las más viles estrategias publicitarias.
Esta semana Telecinco ha inaugurado programa, esta semana nuestra sociedad ha vuelto a socavar desde la vergüenza la razón humana. Desde esta semana tenemos un nuevo espacio en el que los concursantes deben competir por ser elegidos para que los modifiquen a imagen y semejanza de nuestros nuevos ídolos, en teoría gana al que rectifican según los nuevos cánones. La apariencia, la competitividad, la falsedad y el dinero regirán desde hoy las mentes de muchos españoles que apostarán por seguir embruteciendo sus vidas.
De ahí el curioso nombre que el programa utiliza, un reflexivo en modo imperativo. Cámbiame.

jueves, 11 de junio de 2015

La cultura del sacrificio

El sacrificio, como otros muchos conceptos relevantes de nuestra sociedad, es una creación de la propia cultura. Me explico, entender el concepto "sacrificio" va más allá del acto en sí mismo de sacrificar algo si uno no es consciente de que lo está haciendo. Es decir, en algún momento, el ser humano empezó a entender que la renuncia a algo importante podría conllevar un beneficio mayor o más trascendente y le otorgó un valor añadido al propio acto y a la decisión previa de llevarlo a cabo. Todos en nuestras vidas hemos realizado sacrificios y, en muchos de los casos, nos hemos sentido orgullosos de realizarlos a la hora de tomar la decisión y recompensados tras comprobar que ese valor añadido, mayor y más trascendente que esperábamos obtener a cambio, llegaba hasta nosotros. 

He aquí mi primera pega, no soy persona que se identifique con el orgullo y la recompensa. Más bien intento rehuirlos en la medida de lo posible. Por esto mismo me gusta esforzarme más que realizar un sacrificio, lo natural es realizar un esfuerzo para conseguir algo, lo artificial es teñir de renuncia y abstinencia el cosustancial esfuerzo para transformarlo en algo más elevado de lo que en realidad es.

Mi segunda pega y la que más me preocupa, la debilidad. Ya es costumbre en nuestra época ver con frecuencia ejemplos de profunda debilidad estructural entre las personas que nos rodean. Lo dice alguien al que no le preocupa llorar y que, en las ocasiones que lo requieren, así lo hace. Y es que no me refiero a una cuestión de apariencia, me reitero: es una cuestión estructural. Muchos de los individuos que producimos socialmente no están preparados para el naufragio de la voluntad débil, el malintencionadamente llamado "fracaso". El "yo quiero", sin esfuerzo, pasa a convertirse, bajo desesperación, en el "yo quiero" a cambio. Pero estos imperativos condicionales e hipotéticos no son garantía del también malintencionado "éxito". De tal manera que el débil, orgulloso de su sacrificio, esperará la recompensa por él mismo y, si ésta no llega, reprochará desesperado las injusticias de un mundo que nuca le prometió nada a cambio que no fuese la más áspera realidad: hay que luchar para vivir dignamente, pero esperar una recompensa a cambio nos despojaría de esa misma dignidad.