La
película de Tony Kaye, director de la magnífica American History X (1998), es desde el principio hasta el fin un
relato duramente existencialista, no en vano, comienza con una cita de Albert
Camus y culmina con la lectura por parte del protagonista, el profesor Henry
Barthes (curiosamente, el mismo apellido que el del pensador francés Roland
Barthes, uno de los más activos e influyentes de la postmodernidad), un
convincente Adrian Brody, de un texto perteneciente a La caída de la Casa
Usher, de Edgar Allan Poe.
El
argumento del filme, la llegada de un profesor suplente a un Instituto poblado
de alumnos conflictivos, parece situarnos ante una temática muy frecuente en el
cine (Semilla de maldad (Richard
Brooks, 1955), Rebelión en las aulas (James Clavell, 1967), El rector (Christopher Cain, 1987), Mentes peligrosas (John N. Smith, 1995), etc.), pero nada más lejos de la
realidad en cuanto a las implicaciones, porque, si en las anteriores teníamos
de trasfondo ideológico la idea modernista del Buen Salvaje que es reconducido a la sociedad bien pensante, a un
sistema de valores firmemente asentado, en suma, al establishment, o dicho de otra manera, un proceso de vuelta al
orden en que los estudiantes rebeldes se
convertían ante la aparición de la figura del docente, modelo ideal de
ejemplaridad, en este caso, no se trata de expresar esa línea discursiva,
aunque encontremos algunos momentos en que sí se transmite ese proceso de
transformación: como en la secuencia en que el alumno más violento del grupo,
que al principio de la película se encara con Barthes, admite la influencia
positiva que ha ejercido sobre él. Un momento –no del todo logrado– que
contrasta extrañamente con el transcurso de la película que va por muy
distintos derroteros a los acostumbrados. En efecto, en las cintas anteriores,
la educación debía de ser ese (presunto) camino de liberación y, en un terreno
más pragmático –más en boga con las posiciones liberales de gestión del
esfuerzo personal– de aspiración a una serie de oportunidades de promoción
social en la vida; en este filme, en sintonía con el existencialismo que antes
citábamos, se desprende un profundo escepticismo: cuando el propio Barthes u
otros profesores –y la propia orientadora, encarnada por Lucy Liu- del centro
no tienen empacho en dudar de las verdaderas posibilidades de los chicos de
integrarse en un mundo ferozmente competitivo, movido por fuerzas y factores
que se nos escapan, y donde, probablemente, el hecho de haber nacido en un
determinado contexto socio-económico marque muchas de esas posibilidades. Un
apriorismo tremendamente negativo que rompe en mil pedazos –una vez más– el
axioma del “sueño americano”, según el cual todo el mundo, a pesar de su origen
o condición social, puede mejorar, es decir, siguiendo de nuevo postulados
esencialmente economicistas, puede ascender en esa escala social. La quiebra de
este sueño, en el que se han
especializado las propuestas asimiladas a la equívoca etiqueta del cine (más o
menos) independiente, casi se está convirtiendo en un tópico en materia crítica
e historiográfica, pero aun así no deja de ofrecernos sorpresas y motivos de
interés desde que, allá por los años sesenta, surgieran las primeras voces que
hablaran de alternativas al mainstream
y recurrieran a posiciones realistas a la hora de narrar historias en celuloide
o a través de la palabra escrita.
Relacionado
con lo anterior, uno de los leit-motivs
de la película es el relativismo en torno al papel de la educación;
(re)planteamientos que pueden desarrollar un análisis con premisas totalmente
contrapuestas: una que lleva a justificar el sinsentido de aplicar políticas
educativas a colectivos hostiles hacia cualquier procedimiento de
normalización, lo cual obliga a definir criterios necesariamente selectivos (en
este sentido, préstese atención a la acción de las instituciones educativas en
la película), y, como consecuencia, un afianzamiento en la acción marginadora,
o, por el contrario, la defensa de la vocación general y universalista que ha
de asumir la educación, como instrumento efectivo de integración de todos los
colectivos, en especial, de aquéllos que –continuando con el popularizado
eufemismo– se encuentran en potencial riesgo de exclusión.
En este
punto, interesa hablar de otra película El
club de los poetas muertos (Peter
Weir, 1989), protagonizada igualmente por un profesor (John Keating-Robin
Williams) que influye decisivamente sobre sus alumnos, pero en un contexto
sensiblemente diferente al que plantea Kaye. Jóvenes de clases medias y altas
que apenas tienen alicientes vitales debido a que sus expectativas están
tremendamente marcadas por los convencionalismos sociales y se disponen
invariablemente establecidas al dictado de lo
que se espera de ellos, tanto en
la faceta personal (el matrimonio con la chica adecuada) y profesional (un
trabajo de prestigio); y siendo, en ambos casos, las más de las veces,
obligados por las instancias familiares. El filme, en líneas generales, está
impregnado de un optimismo denodado y de un anárquico (y humanista) sentido de
libertad, sustentado en el aforismo horaciano del Carpe Diem. Una máxima, que respira un soplo libertario, en la que
el arte –en este caso, la poesía– es el instrumento idóneo para llegar a
consumar ese anhelo; no es extraño que la figura de Walt Whitman, el más
libertario de los escritores estadounidenses, esté presente en varios pasajes
de la cinta.
La
película de Weir podría comprenderse como el reverso tenebroso de la de Kaye: la confianza en el ser humano,
pleno de potencialidades, entre ellas, la creatividad. Por otra parte, en ambos
trabajos encontramos dos personajes que luchan por hacerse un hueco a través de
sus inquietudes artísticas, pero, de nuevo, representan las dos caras de una
misma moneda: en el primero, Neil Perry-Robert Sean Leonard, y en la segunda,
Meredith-Betty Kaye, personaje del que luego volveremos a hablar.
Otro de
los aspectos que quedan relativizados en El
profesor es el sentido comunitario (de nuevo, piénsese de manera
contrastada con el grupo que conforman los estudiantes de la película de Weir),
la conjunción de intereses orientados casi en un sentido teleológico,
característico de la sociedad moderna, substanciado y originado en la familia,
y que queda en suspenso a favor de un marcado individualismo. El protagonista
tiene a su abuelo en una residencia, al que periódicamente visita, pero pronto
se nos informará de que el entrañable anciano –que sufre episodios de demencia–
oculta un pasado de abusos hacia su hija, la madre de Barthes.
Nos
enfrentamos a personajes solitarios, desarraigados, desubicados,
desestructurados, sin tan apenas vínculos con otras personas o con el propio
espacio (véase la desornamentada habitación en que vive el protagonista, lo que
nos da idea del carácter eventual, de paso, de transición constante en que se
mueve Henry Barthes), que pasean por las calles sin ningún rumbo fijo, como si
de un personaje de las novelas de Paul Auster se tratase… Seres endebles como
los hombres filiformes del escultor Alberto Giacometti.
Es el
caso de la jovencísima prostituta Erica-Sammy Gayle, a la que Barthes acoge en
su casa, y que quizás hacía poco tiempo formaba parte de un aula parecida a la
que éste impartía clase en aquel tiempo.
También
es similar el ejemplo de Meredith, una alumna del Instituto que exorciza sus
demonios interiores a través del arte, que se relaciona (o se aísla?) con el
mundo a través de él. Toma retratos de todos sus profesores, especialmente de
Barthes (con el que pronto entabla un vínculo especial, hasta el punto de
llegar a haber ciertos malentendidos con otros profesores), y compone collages fragmentarios donde la
identidad –otra de las categorías definitorias de la modernidad, en sentido
individual y colectivo (clase)– ha dejado de ser trascendente. No en vano,
aparecen los rostros difuminados o literalmente borrados, al modo de los
fotógrafos Anthony Aziz y Sammy Cucher (véase su serie Distopía). La obra de Meredith es un grito interior como el que
Edvar Münch recreara en su célebre cuadro.
En otro
orden de cosas, más allá de los aspectos puramente de significado, la película
ofrece una curiosa estructura narrativa en la que se intercalan planos de
animación, de tal manera que sobre una pizarra se dibujan y escriben distintos
mensajes que enfatizan determinados momentos; así como resulta destacable una
puesta en escena dispuesta a través de numerosos travellings por el interior de los pasillos del Instituto, dentro
de ese constante sentido de movilidad, de falta de permanencia, de ausencia de
anclajes físicos que son un correlato de los emocionales.
Se
trata de una película, como sucedía con American
History X, donde la faceta interpretativa se erige en un elemento
superlativo (en el caso de ésta, recordamos un excelso Edward Norton); aquí
ocurre lo mismo con un fantástico Adrian Brody, convenientemente secundado por
Marcia Gay Harden (directora del Instituto), la citada Lucy Liu o Christina
Hendricks (Sarah Madison, compañera de Barthes en el centro).
Por
otro lado, y salvo circunstanciales momentos, quizá forzados desde el punto de
vista narrativo (charlas en clase en términos excesivamente grandilocuentes que
redundan en la pérdida momentánea de credibilidad…), la película despliega
algunas claves muy interesantes para la reflexión, que tienen como fundamento
el cuestionamiento de ciertos valores y usos funcionales asociados a ellos, en
especial, relacionados con el papel a desempeñar por la educación.
Cuestionamiento que partiría de la reivindicación de un nuevo subjetivismo, no
acertamos a saber si de signo liberador, o, por el contrario, decadente y
limitador. Como dijo Norberto Bobbio refiriéndose a este subjetivismo, en su
obra El existencialismo. Ensayo de interpretación:
“Se trata de la actitud de aquel que,
alejándose del horizonte de la trascendencia y del horizonte del mundo, se
retrae dentro del horizonte de su propia existencia, no para volver a hallar en
su propio interior el mundo en su ser fenoménico o a Dios en la iluminación de
la conciencia, sino para buscarse únicamente a sí mismo: escudriña la
existencia del hombre, no para descubrir toda su riqueza, sino para cargar con
toda su pobreza”.
Francisco Javier Lázaro Sebastián
Profesor Asociado de Historia del Arte
Universidad de Zaragoza
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