lunes, 11 de junio de 2012

Hopper en el Thyssen, del 12 de junio al 16 de septiembre

Aunque Hopper fue un pintor destacado dentro del contexto artístico americano desde los años treinta hasta la década de los sesenta, e incluso sobresaliente en determinados aspectos formales como el tratamiento de la luz y la composición del espacio, no puede decirse que fuera un pintor absolutamente moderno, teniendo en cuenta, cuando menos, el sentido etimológico del término.
Por ello, en esta amplia exposición podremos disfrutar de sus personajes ensimismados y melancólicos, sus calles desoladas y silenciosas y sus cafeterías y cines siempre habitados por seres solitarios que reflejan también los espacios del, entonces, incipiente hombre postmoderno. La técnica, la forma con la que se aproxima  a su concepción de la realidad, hace que a primera vista no parezca un artista de una postura muy transgresora, si se compara con artistas de fuerza revolucionaria como Pollock. Sin embargo, Hopper, aunque se mantuvo fiel a un estilo durante una larga y prolífica vida, supo reflexionar en su pintura sobre el problema de la condición humana, sobre el peso esencial del individuo.
Cuando se dice que una vez pintado da igual que la realidad desaparezca, en cierto modo se está reflejando la aspiración del artista, el cual no busca la perfección porque ésta es la negación del arte, quiere aprehender lo inaprensible. Un ejemplo de la inevitable unidad de lo fragmentario es que cada uno de los elementos que componen las obras de Hopper forman un todo, la luz, el color, la distancia que separa a las figuras, todos estos elementos van definiendo a sus personajes, los cuales forman parte de su narrativa.
Como diría Eduardo Mendoza: En los cuadros de Hopper siempre hay una frontera: entre lo que se ve y lo que queda oculto, entre el interior y el exterior, entre el gesto aislado y la secuencia a la que pertenece, entre el personaje al que nosotros miramos y lo que el personaje mira, que con mucha frecuencia está fuera del cuadro, al otro lado de una ventana que da al campo o a los tejados de una ciudad.
Así, Hopper puso de manifiesto que las imágenes que creamos parten de la realidad, sin embargo son expresión de un mundo interior íntimo, propio. Concebía las figuras de sus cuadros como si fueran personajes de una película, creó narraciones con sus cuadros. Lo que Hopper consiguió fue lo más difícil, dar forma al universo interior de sus personajes. Sus figuras detienen el tiempo para reflexionar, son personajes observados mientras toman café o mientras miran por una ventana como excusa para pensar en torno a su ser y su existencia, analizados por ojos extraños que miran sin ver, sin conocer. 



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