lunes, 5 de noviembre de 2012

Brian Duffy. La imagen de los sesenta

El artista publicitario hoy no solamente tiene que ser un artesano hábil con capacidad de encontrar nuevos modos de presentación, sino que también tiene que ser un psicólogo agudo. Tiene que percibir y preconcebir los gustos, los deseos y los hábitos del consumidor-espectador y de la masa. El artista moderno de la publicidad debe ser un pionero y un líder, debe luchar contra la rutina y el mal gusto de la masa... Estamos aprendiendo a ver y a sentir nuevas imágenes, estamos usando nuevas herramientas para trabajar nuevos materiales; posibilidades nuevas e inesperadas se abren y una nueva estética nace. Esto es un logro. Profundizar este logro es el problema del artista de publicidad.”
Así opinaba Alexey Brodovitch, director de arte de la revista Bazaar, en 1930, sobre el papel a desempeñar por el nuevo fotógrafo, sobre su condición cada vez más profesionalizada, sobre los nuevos ámbitos de difusión, muy condicionados por los mass media, y por su creciente influencia a la hora de determinar los gustos del público, gustos que podían devenir en una verdadera estética. Estaba naciendo la fotografía publicitaria, en la que revistas como Harper´s Bazaar, Vogue o Elle contribuirían decisivamente a que todos estos factores se implantaran en las sociedades occidentales. Faltaban aún muchos años para que, en el contexto del desarrollo económico que experimentaban estos países, surgiera en el ámbito teórico de reflexión, con expresión directa en materia artística, una compleja y diversa amalgama de factores que los críticos e historiadores han condensado bajo la etiqueta del movimiento pop. Sin duda, fotógrafos -como el británico Brian Duffy- fueron nombres trascendentales para que éste se abriera paso en una coyuntura en que el arte, después del hermetismo de los movimientos pictóricos abstractos de los años de postguerra y primeros cincuenta, se hizo más comunicativo y extrovertido, donde la imagen cobraba una importancia hasta entonces nunca manifestada, surgiendo casi en paralelo ya las opiniones críticas de la mano de los Situacionistas -como Guy Debord-, que hablaban de que la sociedad se estaba convirtiendo en un puro espectáculo. Asimismo, el mismo concepto de arte se hallaba en su particular encrucijada, desapareciendo paulatinamente el sentido de trascendencia que siempre habían asumido sus temas, sus iconografías, y su propia funcionalidad, para dar paso a la cotidianeidad de la vida diaria; los objetos de consumo eran las nuevas fuentes de inspiración, y como planteaba Brodovitch, el artista, inmerso en esa sociedad, debía ser mediador en las nuevas relaciones con el espectador-consumidor. Por otra parte, las fronteras entre técnicas y géneros también tendían a diluirse: asistíamos, en suma,  al fin del arte aurático definido por Walter Benjamin. Andy Warhol, con el que tanto tiene en común Duffy (véase si no la coincidencia en la utilización de la cámara Polaroid para algunos de sus retratos) fue uno de los artistas-visionarios de este cambio generalizado que haría tambalearse todo lo establecido. Sólo así se entienden los prolíficos lazos con el mundo de la música: el objetivo de Duffy representa el vehículo ideal a través del cual se materializa una imagen renovada de vanguardia, donde conceptos como “alternativo”, “underground”, etc., son abanderados por esta manifestación en una época, los sesenta-setenta, de especiales transformaciones. La portada del disco Aladdin Sane (1973), de David Bowie, es lo suficientemente ilustrativo. Llama la atención que se produjera un similar proceso de identificación entre la música y el diseño gráfico del momento, con novedosas aportaciones como la de Milton Glaser que ideó, en 1966, la portada de un álbum de Bob Dylan.
El fotógrafo británico ejemplifica a la perfección la figura del fotógrafo que aúna en difícil equilibrio la faceta profesional, el trabajo de encargo dentro de la fotografía de modas y publicitaria, con la configuración de un estilo personal, la recurrente –y a veces obsesiva- noción del “autor”, de un creador personal y diferenciado, como siglos atrás había sido aceptado para los artistas plásticos. Antes que Duffy, otros nombres, como Adolf de Meyer o Martin Munkacsi, habían resuelto satisfactoriamente esta diatriba, el primero deudor todavía de procedimientos pictorialistas, con ampulosos decorados de estudio y una elegancia fríamente aristocrática, y el segundo, en los años treinta, contribuyendo a hacer más dinámicas las composiciones, de acuerdo a un sentido más jovial y optimista, sacando a las modelos a espacios exteriores. Mucho deben los fotógrafos de los años sesenta (como Franco Rubartelli, William Silano, Bert Stern, Guy Bourdin, David Montgomery y el propio Brian Duffy) a Munkacsi. Leopoldo Pomés, que es un buen referente del fotógrafo de modas en España, coetáneo a Duffy, decía que un fotógrafo sólo era realmente importante cuando a través de su trabajo se le identificaba como autor[1]. No es de extrañar que surgiera este deseo de identificación en los años sesenta, acorde con las posiciones emanadas en la revista francesa Cahiers du Cinéma (de la mano de François Truffaut o Jean-Luc Godard, etc.), que propugnaban similares planteamientos para el director cinematográfico. Sin duda, se trata de uno de los puntales básicos que sustentó el cine (y la fotografía) de la modernidad. Michelangelo Antonioni, uno de los cineastas adscritos a esta renovación formal y conceptual del cine, ejemplo significativo de autor cinematográfico, en su película Blow Up (1966), protagonizada por un fotógrafo de modas, habla de esta situación que, no obstante, no aparece exenta de importantes intereses comerciales y de una no disimulada tendencia al “divismo[2]”.
En relación con esto, la idea del autor en fotografía se emparenta bien con la figura del free lance. Una figura que actúa, en líneas generales, en libertad, de acuerdo a un criterio personal, interesadamente prestigiada por la firma comercial que lo contrata con fines (auto)promocionales, llegando a convertirse –el propio fotógrafo- en una “marca”, como eran los productos (referido no solamente a objetos, también a personas), que tenía que publicitar.

Lo que resulta innegable es la capacidad de estos nombres para la configuración de mitos, vinculados con el mundo del cine, la música, incluso de contextos tan alejados, aparentemente, del “glamour” como la política. Todos estos fotógrafos de la modernidad (empezando por Irving Penn o Richard Avedon, entre otros muchos) nos ofrecen una extensa galería de ¿retratos?, constituyendo un género en sí mismo, el de las “celebrities”. Mucha de su presencia no hubiera sido tal sin las re-presentaciones oficiadas por fotógrafos como Brian Duffy, que contribuyeron decisivamente a establecer una imagen específica con la que todos, hijos de los medios de comunicación de masas, asociamos un determinado periodo histórico y cultural.
Francisco Javier Lázaro Sebastián
Profesor Asociado de Historia del Arte
Universidad de Zaragoza

[1] Tomado de “Los hombres que fabrican deseos. Pomés, creador de mitos”, en Nuevo Fotogramas, nº 1016, 5 de abril de 1968, s/p.
[2] Véase al respecto, FONTCUBERTA, Joan, En “Estudio semiológico de la imagen fotográfica en los medios de comunicación de masas. La mitificación de la fotografía”, Nueva Lente, nº 58, diciembre de 1976, pp. 17-23.

No hay comentarios:

Publicar un comentario