lunes, 19 de noviembre de 2012

El profesor (Tony Kaye, 2011)



La película de Tony Kaye, director de la magnífica American History X (1998), es desde el principio hasta el fin un relato duramente existencialista, no en vano, comienza con una cita de Albert Camus y culmina con la lectura por parte del protagonista, el profesor Henry Barthes (curiosamente, el mismo apellido que el del pensador francés Roland Barthes, uno de los más activos e influyentes de la postmodernidad), un convincente Adrian Brody, de un texto perteneciente a La caída de la Casa Usher, de Edgar Allan Poe.
El argumento del filme, la llegada de un profesor suplente a un Instituto poblado de alumnos conflictivos, parece situarnos ante una temática muy frecuente en el cine (Semilla de maldad (Richard Brooks, 1955), Rebelión en las aulas (James Clavell, 1967), El rector (Christopher Cain, 1987), Mentes peligrosas (John N. Smith, 1995), etc.), pero nada más lejos de la realidad en cuanto a las implicaciones, porque, si en las anteriores teníamos de trasfondo ideológico la idea modernista del Buen Salvaje que es reconducido a la sociedad bien pensante, a un sistema de valores firmemente asentado, en suma, al establishment, o dicho de otra manera, un proceso de vuelta al orden en que los estudiantes rebeldes se convertían ante la aparición de la figura del docente, modelo ideal de ejemplaridad, en este caso, no se trata de expresar esa línea discursiva, aunque encontremos algunos momentos en que sí se transmite ese proceso de transformación: como en la secuencia en que el alumno más violento del grupo, que al principio de la película se encara con Barthes, admite la influencia positiva que ha ejercido sobre él. Un momento –no del todo logrado– que contrasta extrañamente con el transcurso de la película que va por muy distintos derroteros a los acostumbrados. En efecto, en las cintas anteriores, la educación debía de ser ese (presunto) camino de liberación y, en un terreno más pragmático –más en boga con las posiciones liberales de gestión del esfuerzo personal– de aspiración a una serie de oportunidades de promoción social en la vida; en este filme, en sintonía con el existencialismo que antes citábamos, se desprende un profundo escepticismo: cuando el propio Barthes u otros profesores –y la propia orientadora, encarnada por Lucy Liu- del centro no tienen empacho en dudar de las verdaderas posibilidades de los chicos de integrarse en un mundo ferozmente competitivo, movido por fuerzas y factores que se nos escapan, y donde, probablemente, el hecho de haber nacido en un determinado contexto socio-económico marque muchas de esas posibilidades. Un apriorismo tremendamente negativo que rompe en mil pedazos –una vez más– el axioma del “sueño americano”, según el cual todo el mundo, a pesar de su origen o condición social, puede mejorar, es decir, siguiendo de nuevo postulados esencialmente economicistas, puede ascender en esa escala social. La quiebra de este sueño, en el que se han especializado las propuestas asimiladas a la equívoca etiqueta del cine (más o menos) independiente, casi se está convirtiendo en un tópico en materia crítica e historiográfica, pero aun así no deja de ofrecernos sorpresas y motivos de interés desde que, allá por los años sesenta, surgieran las primeras voces que hablaran de alternativas al mainstream y recurrieran a posiciones realistas a la hora de narrar historias en celuloide o a través de la palabra escrita.
Relacionado con lo anterior, uno de los leit-motivs de la película es el relativismo en torno al papel de la educación; (re)planteamientos que pueden desarrollar un análisis con premisas totalmente contrapuestas: una que lleva a justificar el sinsentido de aplicar políticas educativas a colectivos hostiles hacia cualquier procedimiento de normalización, lo cual obliga a definir criterios necesariamente selectivos (en este sentido, préstese atención a la acción de las instituciones educativas en la película), y, como consecuencia, un afianzamiento en la acción marginadora, o, por el contrario, la defensa de la vocación general y universalista que ha de asumir la educación, como instrumento efectivo de integración de todos los colectivos, en especial, de aquéllos que –continuando con el popularizado eufemismo– se encuentran en potencial riesgo de exclusión.
En este punto, interesa hablar de otra película El club de los poetas muertos (Peter Weir, 1989), protagonizada igualmente por un profesor (John Keating-Robin Williams) que influye decisivamente sobre sus alumnos, pero en un contexto sensiblemente diferente al que plantea Kaye. Jóvenes de clases medias y altas que apenas tienen alicientes vitales debido a que sus expectativas están tremendamente marcadas por los convencionalismos sociales y se disponen invariablemente establecidas al dictado de lo que se espera de ellos, tanto en la faceta personal (el matrimonio con la chica adecuada) y profesional (un trabajo de prestigio); y siendo, en ambos casos, las más de las veces, obligados por las instancias familiares. El filme, en líneas generales, está impregnado de un optimismo denodado y de un anárquico (y humanista) sentido de libertad, sustentado en el aforismo horaciano del Carpe Diem. Una máxima, que respira un soplo libertario, en la que el arte –en este caso, la poesía– es el instrumento idóneo para llegar a consumar ese anhelo; no es extraño que la figura de Walt Whitman, el más libertario de los escritores estadounidenses, esté presente en varios pasajes de la cinta.
La película de Weir podría comprenderse como el reverso tenebroso de la de Kaye: la confianza en el ser humano, pleno de potencialidades, entre ellas, la creatividad. Por otra parte, en ambos trabajos encontramos dos personajes que luchan por hacerse un hueco a través de sus inquietudes artísticas, pero, de nuevo, representan las dos caras de una misma moneda: en el primero, Neil Perry-Robert Sean Leonard, y en la segunda, Meredith-Betty Kaye, personaje del que luego volveremos a hablar.
Otro de los aspectos que quedan relativizados en El profesor es el sentido comunitario (de nuevo, piénsese de manera contrastada con el grupo que conforman los estudiantes de la película de Weir), la conjunción de intereses orientados casi en un sentido teleológico, característico de la sociedad moderna, substanciado y originado en la familia, y que queda en suspenso a favor de un marcado individualismo. El protagonista tiene a su abuelo en una residencia, al que periódicamente visita, pero pronto se nos informará de que el entrañable anciano –que sufre episodios de demencia– oculta un pasado de abusos hacia su hija, la madre de Barthes.
Nos enfrentamos a personajes solitarios, desarraigados, desubicados, desestructurados, sin tan apenas vínculos con otras personas o con el propio espacio (véase la desornamentada habitación en que vive el protagonista, lo que nos da idea del carácter eventual, de paso, de transición constante en que se mueve Henry Barthes), que pasean por las calles sin ningún rumbo fijo, como si de un personaje de las novelas de Paul Auster se tratase… Seres endebles como los hombres filiformes del escultor Alberto Giacometti.
Es el caso de la jovencísima prostituta Erica-Sammy Gayle, a la que Barthes acoge en su casa, y que quizás hacía poco tiempo formaba parte de un aula parecida a la que éste impartía clase  en aquel tiempo.
También es similar el ejemplo de Meredith, una alumna del Instituto que exorciza sus demonios interiores a través del arte, que se relaciona (o se aísla?) con el mundo a través de él. Toma retratos de todos sus profesores, especialmente de Barthes (con el que pronto entabla un vínculo especial, hasta el punto de llegar a haber ciertos malentendidos con otros profesores), y compone collages fragmentarios donde la identidad –otra de las categorías definitorias de la modernidad, en sentido individual y colectivo (clase)– ha dejado de ser trascendente. No en vano, aparecen los rostros difuminados o literalmente borrados, al modo de los fotógrafos Anthony Aziz y Sammy Cucher (véase su serie Distopía). La obra de Meredith es un grito interior como el que Edvar Münch recreara en su célebre cuadro.
En otro orden de cosas, más allá de los aspectos puramente de significado, la película ofrece una curiosa estructura narrativa en la que se intercalan planos de animación, de tal manera que sobre una pizarra se dibujan y escriben distintos mensajes que enfatizan determinados momentos; así como resulta destacable una puesta en escena dispuesta a través de numerosos travellings por el interior de los pasillos del Instituto, dentro de ese constante sentido de movilidad, de falta de permanencia, de ausencia de anclajes físicos que son un correlato de los emocionales.
Se trata de una película, como sucedía con American History X, donde la faceta interpretativa se erige en un elemento superlativo (en el caso de ésta, recordamos un excelso Edward Norton); aquí ocurre lo mismo con un fantástico Adrian Brody, convenientemente secundado por Marcia Gay Harden (directora del Instituto), la citada Lucy Liu o Christina Hendricks (Sarah Madison, compañera de Barthes en el centro).
Por otro lado, y salvo circunstanciales momentos, quizá forzados desde el punto de vista narrativo (charlas en clase en términos excesivamente grandilocuentes que redundan en la pérdida momentánea de credibilidad…), la película despliega algunas claves muy interesantes para la reflexión, que tienen como fundamento el cuestionamiento de ciertos valores y usos funcionales asociados a ellos, en especial, relacionados con el papel a desempeñar por la educación. Cuestionamiento que partiría de la reivindicación de un nuevo subjetivismo, no acertamos a saber si de signo liberador, o, por el contrario, decadente y limitador. Como dijo Norberto Bobbio refiriéndose a este subjetivismo, en su obra El existencialismo. Ensayo de interpretación:
Se trata de la actitud de aquel que, alejándose del horizonte de la trascendencia y del horizonte del mundo, se retrae dentro del horizonte de su propia existencia, no para volver a hallar en su propio interior el mundo en su ser fenoménico o a Dios en la iluminación de la conciencia, sino para buscarse únicamente a sí mismo: escudriña la existencia del hombre, no para descubrir toda su riqueza, sino para cargar con toda su pobreza”.

Francisco Javier Lázaro Sebastián
Profesor Asociado de Historia del Arte
Universidad de Zaragoza

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