martes, 1 de mayo de 2018

Danzando con lo más profundo de nuestro ser



El neoclasicismo afrancesado del teatro Arriaga, resguardaba este fin de semana a unas decenas de espectadores de la inclemencia del tiempo. Unos pocos, de ese centenar escaso, buscaban en la tradición de la arquitectura el respaldo necesario para que la danza contemporánea de Boris Charmatz no siguiera la estela de lo que se espera de ella en pleno siglo XXI. El resto, anhelábamos con ilusión que el cielo de color pizarra se abriera sobre nosotros resquebrajando dicha construcción de arriba a abajo. Y así fue.
Desde el inicio, con una declaración de intenciones firme, los "10000 gestes" del Museo de la Danza de Rennes hicieron tambalear los cimientos del arte de tal forma que los que todavía entendían la belleza clásica como clave estética se retorcían en sus butacas hasta que acabaron abandonándolas.
Un árido escenario recogía la proyección de las luces que desnudaban a los bailarines en la minuciosa y exigente recreación de esos 10000 gestos. Qué complejidad desprendía ese despliegue desarticulado de movimientos. El teatro era la caja de resonancia de la muerte del arte en la tonalidad de ré menor del Réquiem de Mozart. Y esa era la pretensión de Charmatz, reflexionar sobre lo efímero.
Desde que nacemos estamos muriendo, y esa expiración continuada queda plasmada en esta danza a través de la reiteración continuada de gestos que nunca se repiten en una secuenciación hipnótica para el espectador. La fugacidad del arte es la de la vida misma.
Cada bailarín es uno y todo, al igual que las emociones percibidas. Todas ellas, convulsionadas, nos muestran los límites del cuerpo del sujeto y del conjunto de la humanidad, los confines del ser se arrojan desde nuestras emociones al abismo de la nada. Cada movimiento se disemina al instante de ser proyectado, toda emoción parece desvanecerse mientras permanece eterna.
Ese movimiento de los cimientos del teatro, que no es otra cosa que el movimiento del mundo, está motivado por unos bailarines que se fusionan con los espectadores en un intento de deconstrucción del espacio-tiempo convencional. Estas categorías no pueden ser pensadas, solamente vividas. Nuestra danza vital, mientras el cuerpo muere y los gestos se agotan, nos eleva como ente social hasta la eternidad. 


Muero, luego vivo.


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