El neoclasicismo afrancesado del
teatro Arriaga, resguardaba este fin de semana a unas decenas de espectadores
de la inclemencia del tiempo. Unos pocos, de ese centenar escaso, buscaban en
la tradición de la arquitectura el respaldo necesario para que la danza
contemporánea de Boris Charmatz no siguiera la estela de lo que se espera de
ella en pleno siglo XXI. El resto, anhelábamos con ilusión que el cielo de
color pizarra se abriera sobre nosotros resquebrajando dicha construcción de arriba
a abajo. Y así fue.
Desde el inicio, con una
declaración de intenciones firme, los "10000 gestes" del Museo de la
Danza de Rennes hicieron tambalear los cimientos del arte de tal forma que los
que todavía entendían la belleza clásica como clave estética se retorcían en
sus butacas hasta que acabaron abandonándolas.
Un árido escenario recogía la
proyección de las luces que desnudaban a los bailarines en la minuciosa y
exigente recreación de esos 10000 gestos. Qué complejidad desprendía ese
despliegue desarticulado de movimientos. El teatro era la caja de resonancia de
la muerte del arte en la tonalidad de ré menor del Réquiem de Mozart. Y esa era
la pretensión de Charmatz, reflexionar sobre lo efímero.
Desde que nacemos estamos
muriendo, y esa expiración continuada queda plasmada en esta danza a través de
la reiteración continuada de gestos que nunca se repiten en una secuenciación
hipnótica para el espectador. La fugacidad del arte es la de la vida misma.
Cada bailarín es uno y todo, al
igual que las emociones percibidas. Todas ellas, convulsionadas, nos muestran
los límites del cuerpo del sujeto y del conjunto de la humanidad, los confines
del ser se arrojan desde nuestras emociones al abismo de la nada. Cada movimiento
se disemina al instante de ser proyectado, toda emoción parece desvanecerse
mientras permanece eterna.
Ese movimiento de los cimientos
del teatro, que no es otra cosa que el movimiento del mundo, está motivado por
unos bailarines que se fusionan con los espectadores en un intento de deconstrucción
del espacio-tiempo convencional. Estas categorías no pueden ser pensadas,
solamente vividas. Nuestra danza vital, mientras el cuerpo muere y los gestos
se agotan, nos eleva como ente social hasta la eternidad.
Muero, luego vivo.
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